En la oscuridad de un día que todavía no había empezado del todo, yo me acerco a la mesada y lo agarro. Lo hice cientos de veces. Tengo una técnica milenaria que corre por mi sangre charrúa, aunque ni mi papá, ni mi abuela, lo amen tanto como yo.
Ponerle la yerba, agitarlo un poco y dejar la pendiente exacta para un cebado perfecto, ya no era lo más fluido de la vida. Pero hasta ahí iba más o menos bien. Tosco y lento, pero bien. El problema era la parte del agua hirviendo.
Cargaba apenitas la pava, y sentía como si tuviera tanta agua como para la olla tamaño familiar de los fideos. Y digamos que la parte de pasar el agua al termo… ya eso era considerada actividad de alto riesgo.
Pero yo tenia que volver.
Ya había cortado frutas. Las manzanas, que eran las más difíciles. Podía destapar las botellas, y servirme. Con las dos manos, y con el vaso siempre en la mesa. Ya había encontrado la técnica para hacerme el rodete.
Mirando a mi viejo, como un homosapiens que mira a un espécimen más desarollado en la línea evolutiva, volví a aprender cómo era que se agarraban los cubiertos.
– El dedo ahí… no boluda, ahí, mas abajo. Ahí, ahí.
Con la otra mano, me acomodaba el cuchillo. Veía mi propio reflejo, pelotudizado, en el filo. Cómo puede ser que no pueda hacer esto!?
De a poco, lo lograba. Cada comida, era una batalla. Nadie más que yo iba a cortar mi comida. Nadie más. QuerÍa pollo, quería carne, quería milanesas duras. Mis almuerzos y cenas, se convirtieron en otra cosa, en una práctica, en una danza ancestral.
Pero mi gran desafío, mi puerta de acceso a la libertad, se basaba en algo aún más peligroso, más preciso y ridículo: las infusiones calientes.
El mate, las tazas con té o café con leche…
Cuando logré levantarlas y superé el momento “tomar de las tazas con pajita” lo que me pasaba, era que cuando las agarraba por el asa, el dedo del medio no terminaba de agarrar bien, y me quemaba apenitas, a la altura de donde van los anillos.
Yo la agarraba y no podía comprender qué estaba haciendo mal, y cómo era que se agarraba la conchuda taza. Pero de a poco lo fui corrigiendo. Algunas veces, me vi corriendo a la mesa porque arrancaba bien, pero después el dedo se desacomodaba y lo apoyaba sobre la taza caliente.
Pero yo tenia que volver.
Veo el vapor que empieza a salir y me preparo. Me concentro. La miro con decisión. Como un duelo de cowboys. Sos mía bitch. Te voy a levantar, y me voy a cebar un mate, acá de parada en la cocina, como una campeona.
Entonces levanté la pava, y le eché el primer chorrito, despacio, haciendo esa espumita burbujosa y fantástica. La volví a apoyar, y lo saborié. El mejor mate de tu vida, Vanina.
Cuando terminé ese primer trago, ese que te abre todos los sentidos, ahí, abrí el termo, y despacito, le fui echando el agua adentro. Concentrada, cual científica trabajando con químicos poderosos.
De a una cosa por vez. Primero, el termo.
Agarrándolo con las dos manos, caminé hasta el jardín, y lo apoyé en la mesita.
Segundo, el mate.
Volví a entrar, agarré el noble porongo que dice “Uruguay” y como quien lleva una ofrenda de dioses, salí al jardín, y me senté a tomar mate, y mirar como amanecía.
Lo había logrado. Estaba lista.
Escuché ese deslizar de las rueditas que hace la puerta corrediza que da al jardín cuando se abre -jjjjjjjjjj- y era mi mamá.
-Ah, te despertaste antes que yo! Son las 6.30 de la mañana loca!! Te hiciste el mate sola? No te quemaste? Querés algo para comeeer?
– Sabes lo que significa esto no?
– Qué cosa?
– Cuando volvamos, me dejás en casa. Hoy me quedo en mi casa. Lo necesito. Me llevo algo para cenar y mañana vemos. Yo se que todavía me cuesta todo, pero necesito empezar a volver. Siento que es la única manera.
Hubo un silencio. Un silencio que nada lo interrumpía, ni el sonido sordo de la naturaleza que se despertaba con nosotras. Y vi en sus ojos esa mirada. Esa mirada que viste desde el micro cuando te fuiste por primera vez de campamento en el jardín de infantes. Esa mirada de cuando te dejó ir a bailar por primera vez. Miedo, y orgullo y resignación. El miedo a dejarte ir.
Esa mirada que sólo puede tener una mamá.
– Bueno, está bien.
Igual podes ir viendo como te sentís…
Podes quedarte algunos días en tu casa, y otros venir… para que no estés sola…
– Ma yo vivo sola. Lo normal para mi estar sola. Lo anormal.. es todo esto que pasó.
Entonces, terminé mi “menos de medio litro” de mate, lo que podía levantar con mis brazos de niñita escuálida, y me dispuse a hacer mi rutina matinal: Córcega, moverme, respirar, entender que esa piel era mía, reconocer mis extremidades, abrir mi apetito, y desayunar.
Después fui a la pieza, y dudé. Tenía el celular en mis manos, y dudé. Y dudé una vez más. Esa flechita, quería cambiar de color, y me insistía para que le dé play.
Él me había llamado varias veces a la noche, pero yo ni en pedo lo iba a atender.
Lo había dejado sonar.
Pero me había dejado un mensaje de voz.
Yo sabía que él iba a aparecer. Era mi cumpleaños. Había cumplido 30.
Un ex, un ex dejado, tal vez con la mejor de las ondas del mundo, sólo te hubiera mandado un “feliz cumple negrita, que lo pases lindo, saludos”
Pero él no…
Él todavía tenía palabras de afecto para mi. Y juro que en ese momento, lo odié un poco por eso. Ser de luz. Especial. Buen tipo. Porqué, porqué me querés!?
Y así fue. Le di play, y fue como una premonición. Como si ya supiera el tono, los deseos, la buena vibra. Como si supiera que me iba a decir todo eso que me dijo en su monólogo grabado, vaticinándome el mejor de los futuros, el mejor de los años, el mas grande de los éxitos.
Me mordí la lengua para soportar mejor el dolor, y no lloré. No lloré. Le escribí, un – Gracias Negrito. Tengo algunas cosas para contarte. Más tarde te mando un mail, lo pasé lindo, en familia bla bla bla – y eso fue todo.
Rebolié el celular sobre la cama, y me fui al jardín a esperar que pase el día.
Ahora, en lo único que pensaba, era en mi casa.
Ahora, solo quería dejarme contener por la soledad, el silencio, y la mullidez de esa cama de plaza y media, con su acolchado de flores interminables.
No quería hablar más. No quería escuchar más, tampoco.
Soledad. Había necesitado dejarla, pero ya la extrañaba.
Entonces cuando el día pasó, a la hora de la siesta, me subí al auto con mis viejos, y volvimos a la capital. Y como era la hora de la siesta, me dormí. Me desperté por las lomas de burro, cuando pasábamos por la puerta de Excursio.
-Vani, podes o te compaño hasta arriba? – Me dijo mi mamá girándose hacia atrás en el auto.
– Puedo, puedo. – le respondí
Llevar un pequeño bolsito, y abrir la puerta de calle. Eso era todo. Pero todo se volvía un desafío. Todo era un duelo de Cowboys. De a una cosa por vez, lo hice.
Mientras abría la puerta de mi casa, escuché el grito lejano de mi compañero. Coco estaba ahí esperándome, gritándome, como siempre.
Se echó en el suelo para que lo acaricié, y yo solté todo y me tiré con él. Se acurrucó conmigo y nos quedamos un rato así. Todavía su pelo se sentía como paja.
Por eso me gustaba acariciarlo con la cara. Como un gato gigante.
Ya eran las 8 de la noche y atardecía.
Rocié con mi perfume a mi amado acolchado floreado, y me acosté.
Coco vino enseguida, y quiso instalarse, como siempre en mi pecho. Con su cabecita entre mis dos tetas, y el cuerpo ocupando todo mi torso.
Pero yo lo tenia que correr. Lo ponía de costado, porque no podía soportar su peso arriba mío. Él no entendía, y quería volverse a subir sobre mi, como hacía siempre, pero mi sensaciones corporales estaban tan alteradas, que con su pequeño cuerpito peludo encima, yo sentía que no podía respirar. Era, de repente, un león. Una bestia que me aplastaba y me dejaba sin aire.
Entonces, lo ponía de costado, casi debajo de mi axila, y él apoyaba resignado, su cabecita sobre mi pecho. Y ahí se quedaba. Esa noche no cené lo que me había puesto mi mamá en el tupper, y nos dormimos así, con Coco. Él se quedo toda la noche en esa posición, y yo también.
Me despertaron los taladros. Estoy de nuevo en Cabildo y Juramento.
Cómo, cómo, si yo me pongo el despertador a las 7am, para que no me despierten los taladros, y para irme a correr, antes que empiecen a laburar los de la demolición de al lado?
Por un momento, no lo entendí. Abrí un ojo y en la oscuridad, ya buscaba mis zapatillas, y mi ropa deportiva, preparada desde la noche anterior, al lado de mi cama.
Todavía en la cama, yo me soñaba, me veía salir enajenada, con Deep Purple sonando a todo volumen, bajando por la calle Mendoza a toda velocidad.
Esquivando a los chinos, sintiendo que mis pies casi no tocaban el suelo, sintiendo que volaba, volaba, SI volaba, y dejaba el barrio chino atrás, y cruzaba libertador, y volaba, y me metía por la calle Miñones a las chapas, y todavía seguía sonando Highway Star. Soy un fórmula uno, soy la Hormiga Atómica.
Pasaba por la puerta de Excursionistas, y cortando la curva doblaba por una calle que amaba, y que yo sentía que era mía, que YO la había descubierto como Colón a América. La calle que bordea al Golf, y ahí la vereda es de pasto, y yo soy un caballo, un corcel alado y mis patas se clavan en la tierra y doy zancadas aún más grandes. Yo soy un caballo demente y salvaje. Y hay árboles, y el sol pasa entre las hojas, y para mi son como luces estroboscópicas, que se prenden y se apagan. Ya casi llego. Ya casi.
Pero no.
Ah no, no.
Las hormigas. No. Estoy en mi casa nueva. Está coco en mi axila.
Estoy con mi brote esclerótico multicolor.
Eran las 7 de la mañana, y a alguien de este cercano, y tranquilo barrio del bajo Belgrano, estaba taladrando.
Yo ya lo había entendido, pero de nuevo miré al banco al lado de mi cama, deseando que mi ropa de correr me estuviese esperando. Yo no me iba a quedar ahí escuchando los taladros. No. Tenia que salir.
Entonces me desperté, me acomodé, me estiré. Me vestí. Me puse mis zapatillas de correr. Agarré mi mochila, la de “deporte”, metí una lona, una banana, una botellita de agua, y me fui.
Antes, de nuevo, como un ritual, como una cábala mágica, como si su voz me cuidara, puse ese disco. Esta vez, su voz sonaba en mis auriculares. Y yo salí caminando, despacio. Había sol, y yo caminé lento, hasta mi calle, mi calle con vereda de pasto. La luz del sol, pasaba entre las hojas, manchaba el piso de dorado y todo se veía muy distinto yendo a esa velocidad. Escuchando otra música.
No volaba, no. Pero flotaba. Caminaba como en nubes, como levitando sobre esos pequeños manchones dorados, y mis hormigas vibraban, bailaban y se depositaban ahí, justo en la cintura.
Entonces, mientras caminaba, puse una mano en la boca del estomago, y el dorso de la otra mano a la misma altura, pero en la espalda, y respirando y haciéndome presión con la infalible “toma de Patri” me sentí mejor.
Algunos «runners” pasaban por al lado mío y los sentía como cohetes. Sentía como cortaban el aire, y como ese aire me erizaba la piel.
Yo estaba en otra dimensión. Era el mismo lugar, pero yo estaba en otro tiempo. Y en ese tiempo, en esa dimensión, pude ver y sentir otras cosas. Pude ver que había muchos pájaros. Pude ver cómo las hojas de los arboles se movían, lento, y hacían parpadeos como las estrellitas que se usan en navidad.
Todo era tan amorfo. No distinguía el pasto, de la tierra, de mis pies. De los manchones dorados. Pero me sentía libre. Soplaba ese viento de verano, y yo me sentí más viva que nunca.
Sentí el olor de los eucaliptus. No sabía que había eucaliptus, nunca los había notado. Los respiré profundo, y los solté en una lágrima, mientras ella me cantaba, y me consolaba, y me contenía.
Ella no lo sabía, cómo iba a saberlo. Pero yo había resignificado cada una de esas palabras que había escrito, y me las había acomodado para mi. Eran mías.
Soñé que construía un barco
Soñé que sabía lo que hacía
y con este me lanzaba al mar
una noche sin luna
en la que no se distinguía
agua de cielo
en la negrura de un horizonte
que fundía tierra con mar
la estrella y el timón
Viento, conduce a mi intuición
no hay otra guía que esta
sensación de inmensa libertad
No tenia ni la menor idea de qué estaba haciendo. Ya no era un corcel, no. Era un protillo cansado. Pero valiente. Estaba flotando. En un barco que yo misma había construido. Y todo el paisaje, todo mi mundo se fundía, se derretía. Sentí miedo. No le había dicho a nadie que estaba ahí. Eran las 7.30 de la mañana. Pero me guiaba por mi intuición y mis ganas de avanzar. De dar un paso más a la libertad. Inmensa libertad.
Llegué a los lagos exhausta. Caminaba tan lento, tan lento…
Respirando y exhalando en cada paso que daba. Cada vez más lento.
Yo estaba caminando, dando pasos minúsculos, mirando para arriba, y maravillada con volver a ver todo eso desde otro ángulo, y de repente una señora se acercó a preguntarme si estaba bien. Si necesitaba ayuda.
Se me cayó una lagrima más, le agradecí y le dije que hacia muchos días que no estaba tan bien. Bajé la vista de la copa de los árboles y de las nubes y me di cuenta de que la gente me miraba.
Yo estaba con los brazos encogidos. Como el Señor Burns. O como un tiranosaurio Rex. Como un perrito pidiendo un hueso. O como alguien que tiene un problemita neurológico.
Entonces los bajé. Y yo también los miré a ellos. Y me di cuenta de que no podía. No podía caminar como los demás. Sólo podía mover las piernas. Mis brazos colgaban rígidos al costado del cuerpo.
Claro. Cuando avanzo con la izquierda, me impulso con el brazo derecho. Cuando avanzo con la derecha, se mueve el brazo izquierdo. Okey. Así era.
Lo intenté y muy forzadamente, me salió.
Mi nuevo desafío iba a ser volver a aprender a caminar como una persona normal.
Y lo iba a hacer todas las mañanas.
Estaba decidido.
Me metí por el bosque. Cuando iba a correr, siempre iba por el bosque. Todos los boludos iban por el caminito de cemento, pero yo siempre me mandaba por la tierra. Corría saltando las raíces de los árboles, las piedras, los patos y todo lo que apareciera en mi camino. Yo era invencible. De esa última mañana ya había pasado casi un mes. De esa última mañana en la que me sentí invencible.
Pero yo todavía era invencible.
Miré a mi alrededor, con mi media sonrisa clavada en la cara. Toqué los troncos de los arboles, toqué todas las hojas que colgaban, todas las plantas, todas las flores, que estaban ahí, y nunca había visto.
Nunca había visto nada.
Reconocí cientos de especies de árboles. Escuchaba la voz de mi abuela, en off, diciéndome: mirá! Ese es un eucaliptus.. esa es una Araucaria. Y mira! Ese es un sauce llorón. Y Un palo borracho, con los pinches! Ves! Y está en flor!
Desplegué mi lona en un lugar donde daba el sol y me senté.
Como un buda, con mi sonrisa en la cara, fui feliz por poder disfrutar de ese momento. Por haber podido llegar hasta ahí. Por haber sentido mucho más, mucho más que nunca aunque mis sentidos estaban totalmente alterados.
Yo me sentía más conectada que nunca.
Toqué el pasto y descubrí que con las palmas podía sentir un poquito más que ayer. La sensación era un poco más parecida a lo que recordaba. Froté mis manos en el pasto y lo sentí. Lo sentí. Estaba volviendo.
Me puse a llorar. Me puse a llorar ahogadamente y sola en el silencio de la mañana.
Perder tus sensaciones, para volver a sentir.
De eso se trataba.
Pero yo, yo iba a volver.